Pienso en Pablo con frecuencia. En las entrevistas que pude mantener con él y en las reflexiones a las que me llevaba, y me sigue llevando, su silencio.

 

Pablo acudió a consulta porque había tenido alguna “crisis” que no entendía y tanto él como sus padres tenían miedo a que se repitieran. Estando en clase notaba que “se quedaba sin aire”, sintiendo que no podía  respirar y su ritmo cardíaco se aceleraba notablemente teniendo que abandonar el aula muy asustado. O bien, en su casa, estando realizando cualquier actividad, sentía los mismos síntomas llegando a pensar que pudiera morir.

 

En principio consultó a su médico de atención primaria quien le derivó a especialistas de neurología y cardiología, quienes tras descartar patología específica le remitieron a valoración psiquiátrica. El psiquiatra diagnosticó “crisis de ansiedad” e indicó la necesidad de realizar una psicoterapia.

 

Lo que más me llamó la atención al empezar a escuchar a Pablo era que parecían faltar palabras. “No me pasa nada…En mi familia no veo ninguna dificultad…Me llevo bien con mis padres y hermanos…En el Instituto tampoco tengo ningún problema…Preferiría tener algo físico porque tendría un tratamiento más específico…”.

 

Pablo tenía palabras, pero no remitían aparentemente a ningún conflicto. A primera vista parecía que no había nada de qué hablar. Mientras tanto la tensión de un cuerpo que “se quedaba sin aire”, cubriendo con angustia el no poder decir.

 

Este cuerpo que habla me recordaba otros que, sin palabras, lo anestesian con alcohol o cannabis, o pretenden calmarlo ingiriendo alimentos de manera impulsiva. Cuerpos que también  remiten a los versos de Luis Cernuda: “No decía palabras/ acercaba tan sólo su cuerpo interrogante/ porque ignoraba que el deseo es una pregunta/ cuya respuesta no existe (…)”.

 

Estos casos requieren que demos tiempo a que las palabras se vayan desplegando y asociando, a la vez que se facilita un espacio de confianza donde los afectos pueden  nombrarse, e incluirse en la cadena de los relatos que vayan surgiendo.

 

Tan solo sosteniendo el analista ese tiempo, será posible que el conflicto surja en el campo de las palabras.

 

A pesar de todo, Pablo pudo ir construyendo conmigo  una relación transferencial donde hablar de la confusión y vulnerabilidad que asociaba a su metamorfosis corporal propia del adolescente. La tensión que le suponía no poder precisar su futuro, temor a la muerte relacionado con lo que vislumbraba como “muerte” de sus aspectos infantiles y de impabloágenes arcaicas de sus padres.

 

El paciente fue  re-creando nuevas representaciones de sí mismo en el conjunto de su universo familiar y social,  y una mitología familiar donde incluirse.

 

En la película de Terry William, “El imaginario del Doctor Parnassus” (2009) se argumenta que la sociedad necesita fábulas y mitos para no conducirse hacia el abismo. En este sentido, la tendencia de la sociedad actual hacia el desprecio de todo lo que no sea racional,  lógico o tecnológico,  sería suicida. De la misma manera, a nivel individual, si una persona se ubica en un universo “sin mitología”, es decir, sin historias sobre su familia, sin “cuentos” sobre su biografía, carecerá del simbolismo necesario para ser un sujeto que pueda elaborar los conflictos de su mundo interno. Y este déficit simbólico podrá  llamar al cuerpo…

 

En el trabajo analítico con Pablo fue prioritario que no me situara en el mismo lugar desde donde lo demandan sus padres y profesores quienes prescriben imperativo categórico de: “construye de esta manera tu futuro”. Sino que me ubicara en el lugar de escucha que permitiera  “reconstruir tu pasado”. En esta reconstrucción es donde encontró su lugar en un mito familiar, en un conjunto de significantes que le representaban, y que pudieron matizar las voces de su cuerpo al pasar al campo de las palabras.

Luis Manuel Estalayo Martin

 

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